A mediados de la década de 1990, los médicos que trataban a las personas con el VIH comenzaron a observar un fenómeno inesperado: mientras algunas de dichas personas perdían grasa en las extremidades y el rostro, al mismo tiempo acumulaban tejido adiposo en la zona abdominal. Dichas condiciones terminaron integrándose en un concepto más amplio, el de lipodistrofia, un síndrome que llegó a afectar hasta a la mitad de quienes recibían terapia antirretroviral de gran actividad (TARGA). Dichos efectos se asociaban a los primeros inhibidores de la transcriptasa inversa análogos de nucleósido (ITIN) e inhibidores de la proteasa (IP). A medida que su uso se extendió se hicieron evidentes las consecuencias metabólicas de la lipodistrofia: resistencia a la insulina, niveles anómalos de lípidos y mayor probabilidad de sufrir eventos cardiovasculares.
El tiempo y la investigación ayudaron a comprender que no todos los casos de obesidad son iguales. Existe una diferencia sustancial entre la obesidad “metabólicamente saludable” y la “no saludable” y el factor determinante es la localización de la grasa. Cuando se acumula en la zona visceral —alrededor de órganos como el hígado, el corazón o los músculos esqueléticos—, se asocia a un síndrome complejo con mayor propensión a niveles altos de glucosa, resistencia a la insulina, fragilidad acelerada y enfermedad cardiovascular. En el contexto del VIH, este patrón se convirtió en una preocupación persistente tanto para las personas que lo padecían como para los profesionales sanitarios que les atendían.
La era moderna del tratamiento y la persistencia del problema
Con la llegada de inhibidores de la integrasa y de los IP de segunda generación, se pensó que la lipodistrofia quedaría relegada al pasado o a las personas con más años en tratamiento. Sin embargo, los datos actuales muestran que la acumulación de grasa abdominal visceral sigue siendo muy frecuente entre quienes toman terapias antirretrovirales modernas.
Los estudios más recientes han demostrado que esta alteración no depende únicamente de la toxicidad de los fármacos. Parte de la redistribución de la grasa se debe a la acción del propio virus, que utiliza el tejido adiposo subcutáneo como reservorio. Los cambios inmunitarios en ese compartimento inducidos por la infección parecen empujar a que el organismo almacene grasa en otras zonas, principalmente en el abdomen. Por este motivo, aunque los medicamentos actuales son más seguros, la lipodistrofia no desaparece por completo.
El envejecimiento de la población con el VIH también influye. Cada vez se observa más grasa visceral en personas de mayor edad que siguen tratamiento antirretroviral, y ello se asocia con comorbilidades adicionales. La fragilidad acelerada, vinculada a la infiltración grasa en los músculos (mioesteatosis), es un ejemplo. También la resistencia a la insulina y la acumulación de grasa hepática (esteatosis), condiciones que tienden a progresar con la edad y que se ven potenciadas por la presencia de grasa abdominal visceral. Estas condiciones hacen que el riesgo cardiovascular se multiplique: se estima que las personas con VIH tienen el doble de probabilidades de sufrir un evento coronario en comparación con la población general. Esa vulnerabilidad aumenta aún más en quienes presentan exceso de grasa visceral.
Evidencia reciente y opciones terapéuticas
La escasez de datos en la era actual del tratamiento llevó a diseñar el estudio VAMOS (Estudio sobre Medición y Observaciones de la Adiposidad Visceral, en sus siglas en inglés), cuyos resultados se presentaron en 2024. Se incluyeron 170 personas con el VIH en supresión virológica desde, al menos, un año. Estas personas tenían un índice de masa corporal entre 20 y 40 kg/m². El hallazgo principal fue que un 58% de los participantes presentaba exceso de grasa visceral abdominal, lo que confirma que el problema está lejos de ser residual. Además, se comprobó que niveles más altos de grasa visceral se asociaban a una mayor resistencia a la insulina, alteraciones lipídicas y un incremento en el riesgo estimado de padecer enfermedad cardiovascular a los diez años.
El análisis también exploró el papel de la hormona de crecimiento. Se detectó una relación inversa entre sus niveles y la cantidad de grasa visceral. Esto apunta a la posibilidad de intervenir a través de esta vía. En este sentido, el análogo del factor liberador de hormona de crecimiento tesamorelina ha mostrado en ensayos clínicos su capacidad para reducir la grasa visceral en personas con VIH, sin agravar la lipoatrofia y con el beneficio añadido de aumentar la masa magra (véase La Noticia del Día 26/06/2023). Datos recientes indican que este tratamiento incluso podría disminuir el riesgo cardiovascular a largo plazo, lo que lo convierte en una herramienta prometedora.
Nuevas opciones terapéuticas
Otra clase terapéutica en auge son los agonistas del receptor GLP-1. Estos son conocidos por su papel en el tratamiento de la obesidad y la diabetes tipo 2. Estos fármacos han demostrado reducir de manera significativa la grasa visceral y hepática en la población general. No obstante, su uso en personas con el VIH plantea interrogantes. Para empezar, muchas de estas personas presentan sarcopenia o pérdida de masa muscular, y los agonistas GLP-1 también se asocian a una reducción de tejido magro. Este hecho podría agravar la fragilidad.
Un desafío de salud en el envejecimiento con el VIH
La acumulación de grasa abdominal visceral en personas con el VIH se ha convertido en un fenómeno oculto pero determinante en el perfil de riesgo cardiovascular y metabólico. El hecho de que hoy la mayoría de personas con el VIH presenten un sobrepeso similar al de la población general dificulta aún más la identificación de este patrón, ya que no siempre se acompaña de los signos visibles de lipodistrofia de décadas pasadas.
Los especialistas destacan la necesidad de aumentar la concienciación clínica: medir la circunferencia de la cintura o la relación cintura-cadera son métodos sencillos y efectivos para detectar esta condición. Asimismo, al evaluar el riesgo cardiovascular de una persona con el VIH, es fundamental incluir la grasa visceral como un factor a tener en cuenta.
El mensaje principal es claro: el exceso de grasa abdominal visceral no debe considerarse un efecto inevitable del tratamiento ni un mal menor. Existen herramientas terapéuticas específicas y estrategias de prevención que pueden marcar la diferencia en la salud a largo plazo. Tal como las estatinas están revolucionando la prevención cardiovascular en este grupo poblacional, intervenciones dirigidas a la grasa visceral podrían contribuir de manera decisiva al envejecimiento saludable de las personas que viven con el VIH.
Fuente: Healio / Elaboración propia (gTt-VIH).
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