La Agencia de la Alimentación y el Medicamento de EE UU (FDA, en sus siglas en inglés) cumple un siglo este año. Fue en junio de 1906 cuando el presidente Theodore Roosevelt pidió al Congreso una política de refuerzo de la salud pública del país. Esa política desembocó primero en la creación del Departamento de Química, y posteriormente de la FDA.
La FDA, como cualquier agencia reguladora, tiene en el núcleo de su misión asegurar que los productos medicinales para uso humano (también tiene competencias en fármacos veterinarios y en el control de los alimentos) sean eficaces y seguros para quienes los consumen. Hasta la creación de la Agencia Europea del Medicamento (EMEA, en sus siglas en inglés), la FDA era la reina absoluta de los organismos reguladores, y sus decisiones tenían una repercusión inmediata sobre el resto de las naciones.
Pese a que dicho papel estelar ha sido algo atenuado por la competencia de la EMEA, un organismo voluntarioso pero burocratizado, la Agencia estadounidense sigue siendo de referencia mundial. Ambas comparten los objetivos en control de la salud de sus conciudadanos, pero la FDA tiene más poder que su homóloga del Viejo Continente (no es tan fácil poner de acuerdo a 25 países), aunque siempre le ha quedado la sombra de que lo ejerce con bastante laxitud frente a las compañías farmacéuticas, sobre todo durante los últimos años de mandato conservador en la Casa Blanca. Por ello, es importante seguir prestando atención a sus decisiones, porque pueden acabar afectándonos, como tantos otros asuntos que se dilucidan en EE UU.
La FDA ha anunciado que se dispone a regular los llamados ensayos adaptables, un nuevo tipo de estudio para el desarrollo clínico de un medicamento que cuestiona algunos de los fundamentos hasta ahora inamovibles de la medicina basada en la evidencia.
En resumen, los ensayos adaptables son aquellos en los que se pueden hacer modificaciones del diseño sobre la marcha atendiendo a datos preliminares que dejan de estar cegados (tanto médico como usuario saben entonces qué está tomando éste). Por ejemplo, podrían bastar unas pocas semanas con unos pocos pacientes para que en un estudio se decidiera cerrar el brazo o grupo que pareciera ir peor y pasar a los participantes al brazo que pareciera ir mejor. Este tipo de diseño permitiría ahorrar tiempo, dinero y número de pacientes en general y de los que están en situación subóptima en particular, según sus defensores.
Éstos piensan que gracias a los ensayos adaptables, se podría hacer que más pacientes se beneficiaran de forma precoz de un tratamiento o dosis, se eliminarían antes los que funcionan peor, permitiría una selección de los participantes más ajustada a quienes reaccionan mejor y se podrían fusionar en un solo ensayo dos fases de desarrollo diferenciadas.
Los detractores creen que en realidad estamos ante un movimiento de ahorro de costes en la investigación clínica que empeorará la calidad de los resultados, excluirá a personas “no ideales” pero realmente existentes de los estudios, incrementará el riesgo de experimentar efectos adversos no previstos y sustituirá la evidencia por la apreciación, esto es: los datos robustos por los especulativos. Estaríamos hablando de medicina basada en la interpretación, un paso atrás enorme.
Además, insisten quienes se oponen, la posibilidad de modificar un ensayo controlado y doble ciego (ni médico ni participante saben lo que éste toma) ya existe en la actualidad: el Comité de Seguimiento de la Seguridad de los Datos (DSMB, en sus siglas en inglés) tiene esta potestad, en cualquier momento en que piense que es conveniente o necesario.
En el campo del VIH/SIDA, los ensayos adaptables pueden tener varios riesgos añadidos. Por un lado, cuando un fármaco o dosis no funcionan adecuadamente, la persona que lo toma junto con otros puede desarrollar resistencias a éstos últimos, porque está virtualmente en terapia subóptima. Tomar la decisión de que un número mayor del habitual tome el tratamiento en experimentación a partir de simples apreciaciones de los datos preliminares, y no de los que se derivarían del seguimiento a varias semanas, es muy arriesgado.
Lo mismo se podría interpretar para los efectos adversos. Han sido varios los casos en los que los antirretrovirales han provocado consecuencias no previstas en estudios previos, en ocasiones con desenlace fatal, lo que invita a extremar la prudencia y a no querer quemar etapas demasiado deprisa.
Finalmente, el VIH/SIDA afecta a amplios grupos poblaciones, algunos de los cuales tienen condiciones socio-económicas que los colocan en posiciones de alta vulnerabilidad: mujeres, niños, usuarios de drogas, inmigrantes, y otros. Pretender seleccionar a los pacientes que mejor reaccionan ante un tratamiento, lo que puede llegar a depender de componentes extraterapéuticos de carácter social, es una forma de eugenesia bastante refinada.
Pero no parece que ninguno de estos argumentos vaya a hacer mella sobre la Agencia estadounidense. Sus portavoces han anunciado la pronta publicación de directrices para el diseño y ejecución de ensayos adaptables.
Tendrán éxito. En EE UU, la participación en ensayos clínicos se remunera económicamente, y para un país con decenas de millones de personas sin seguro médico, entrar en un estudio es una de las vías de acceder a cuidados médicos que sería imposible de otra forma.
No sabemos si esto es lo que pretendía Roosevelt hace 100 años, pero es lo que quiere Bush hijo ahora.
Fuente: Elaboración propia / A. W. Mathews. FDA Encourages New Study Designs. Wall Street Journal, 10 de Julio de 2006.
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