El uso de esteroides anabolizantes junto con la práctica de ejercicio físico puede aumentar la masa muscular, por ello muchas personas con VIH, hayan o no tenido una pérdida de masa muscular relacionada con la enfermedad, deciden complementar su actividad en el gimnasio con este tipo de sustancias. En el caso de la infección por VIH se advierte a las personas con lipodistrofia de que los esteroides anabolizantes pueden reducir también la grasa, es decir podrían empeorar la lipoatrofia (perdiendo más grasa subcutánea) y los lípidos en sangre (elevándolos).
En la población general, el uso prolongado de altas dosis de esteroides puede acarrear cambios en el humor, alucinaciones y paranoia, así como daño hepático, tensión alta, un incremento del riesgo de padecer una enfermedad cardíaca, un infarto y algunos tipos de cáncer. Tras la interrupción del uso puede aparecer depresión, y según investigaciones recientes, algunos tipos de esteroides anabolizantes podrían incluso crear hábito. Por ello es muy importante poder establecer la dosis óptima en cada caso particular.
Ahora en la revista científica Behavioral Neuroscience, que edita la Asociación Americana de Psicología, se acaban de publicar los hallazgos de una investigación cuyas conclusiones alertan sobre la posibilidad de que el daño neurológico que lleva a la conducta agresiva pueda tener también consecuencias a largo plazo, una vez interrumpido el uso de esteroides. Se trata de un estudio con 76 hámsters adolescentes (es habitual usar este modelo animal en esta disciplina científica) en el que se comparó el comportamiento individual de hámsters cuando se introducía otro ejemplar en su jaula. Es habitual que cuando esto ocurre entre hámsters adolescentes se establezca una especie de juego que sirve para aprender sobre la agresividad, algo parecido a lo que ocurre con adolescentes humanos. Sin embargo, los hámsters a los que se les habían inyectado esteroides (a base de aceite, los que más suelen usarse) se comportaron de forma extremadamente agresiva, incluso después de que se interrumpieran los esteroides, los hámsters atacaron, persiguieron y batieron a los intrusos.
Se cuantificó como una agresión 10 veces superior a la de los hámsters control a los que sólo se les inyectó placebo. El nivel máximo de agresión duró unas dos semanas después de la interrupción, el equivalente a la mitad de su adolescencia. La autopsia reveló que la agresividad se correlacionaba con cambios en el cerebro. Cuando los roedores estaban más agresivos, una parte de sus cerebros llamada hipotálamo anterior segregaba más cantidad de un neurotransmisor llamado vasopresina. Al cabo de tres semanas, los niveles descendían paralelamente a la agresividad. Esta región del cerebro es la que rige la agresividad y el comportamiento social. La vasopresina estimula dicha zona. El hecho de asociar la agresividad causada por los esteroides con fluctuaciones en los marcadores de este neurotransmisor, lo convierte en una posible diana para la farmacoterapia.
Este equipo de neurocientíficos concluye que la agresividad alcanzada con el uso de esteroides anabolizantes, aunque puede ser reversible, puede durar lo suficiente como para crear serios problemas de comportamiento en la edad adulta. Dado que esta parte del sistema nervioso central de los hámsters es parecida a la de los humanos, estos científicos sugieren que estos resultados pueden ser extrapolados a humanos. Además, según estos autores, en el caso de los adolescentes, el impacto podría ser mayor, pues el uso inapropiado de esteroides podría afectar permanentemente al desarrollo del cerebro.
En caso de estar planeando el uso de esteroides anabolizantes es importante contar con la opinión de médicos especialistas y comprobar las posibles interacciones con los fármacos antirretrovirales.
Fuente: American Psychological Association (APA).
Referencia: “Plasticity in anterior hypothalamic vasopressin correlates with aggression during anabolic-androgenic steroid withdrawal in hamsters," Jill M. Grimes, PhD, Lesley A. Ricci, PhD, and Richard H. Melloni Jr., PhD., Northeastern University. Behavioral Neuroscience, Vol. 120, No. 1.
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