Es duro aceptar la fragilidad humana. Siempre me creí invencible, pues a pesar de "pecar" con el condón, mis exámenes siempre salían negativos. Puede ser porque todas las veces siempre era yo el activo y, seamos sinceros, la probabilidad en este caso es muchísimo menor.
El 25 de marzo, decidí ir a hacerme los exámenes de rutina porque, siendo sincero, siempre me he considerado responsable y un buen muchacho. Sabiendo incluso que mis resultados del 28 de diciembre del 2018 fueron negativos, había algo dentro de mí que sospechaba. El 28 de marzo 28 llegué al hospital a recoger los resultados de las pruebas y vi al doctor y a dos enfermeras. No necesitaron hablar para que entendiera la situación. Efectivamente, fui diagnosticado de VIH.
Intenté mantener la cordura y, mientras me explicaban los pasos siguientes, por mi cabeza no pasaba absolutamente nada, estaba en blanco. Salí de la clínica para ir a buscar mis medicinas y decidí caminar, mientras, todo mi mundo se desmoronaba a mi alrededor. Fui a visitar a un amigo de confianza y fue ahí donde colapsé. A las dos semanas, inicié el tratamiento antirretroviral, sin ningún efecto secundario hasta ahora, junto con un antibiótico.
Mientras cuidaba de mi salud en la parte física, probaba de resolver mi estado emocional, que podía llegar a ser desesperanzador. Hasta ahora cuatro amigos saben de mi situación y me han dado todo su apoyo. Me llenaron de valor para decirle a mi pareja lo que me estaba pasando. Efectivamente él también era VIH positivo.
Después de eso, por aproximadamente dos meses me sumí en una depresión, preguntándome por qué a mí, intentando resolver el acertijo de quién pudo haber sido el que me transmitió el VIH: Pensé que era mi pareja. En verdad, por un momento lo llegué a odiar, hasta que un día en las citas con el doctor, llegamos al tema de un dengue que tuve en enero, pero que no era dengue sino un síndrome retroviral agudo.
De pronto, todo tuvo sentido, y la última pieza del acertijo estaba servida: Fui yo quien transmitió el VIH a mi pareja. Eso me hizo sentir aún peor. Hubo dos personas con las que no me protegí en las épocas en que se sospecha que me infecté de VIH: en un caso, fui activo, en el otro -la cagué por estar borracho-, fui pasivo.
Leyendo y leyendo artículos sobre el VIH, me fui llenando de esperanzas y preocupaciones, de dudas y miedo, porque ese es el sentimiento que más pesa de todos: miedo a todo, al futuro, a la soledad, a la incertidumbre. Cada vez veía menos la luz fuera del túnel. Además, la soledad me estaba rematando.
Viviendo solo en Italia, mi pareja se mudó a Barcelona. Decidí entonces viajar a Colombia, donde está mi madre. Pensé que verla me sería de ayuda, y en verdad no fue así. Se me destrozaba el alma cada vez que estábamos juntos, y en las noches no dormía, solo lloraba. Fue incluso peor que cuando estaba solo, pensaba que la iba a destruir, a ella, la persona que más amo, la que me dio la vida y me crió, la que me confió absolutamente todo, a mí, al hijo que más la ha hecho sufrir, y seguro no lo hizo para que me sucediera esto, pero somos humanos y cometemos errores.
En mayo de 15 de 2019, me armé de valor y, con lágrimas en los ojos, le conté todo a mi madre: Lloró, sí, pero mucho menos de lo que me imaginaba. Se limpió sus mejillas y me consoló. Me dijo que todo iba a estar bien y que ella seguiría luchando por mí, que todos nos equivocamos y que, en cierto modo, ahora tendré que aprender a vivir con ello (ya conocía alguien que tenía el virus y sabía que no se moría de esto si se era juicioso).
Desde aquel día, siento que recuperé la esperanza, entendí que mi vida no solo me pertenece a mí. No puedo defraudar toda la confianza que mi familia ha depositado en mi persona. Todo por lo que alguna vez había luchado, no podía tirarlo a la basura.
Y así dejé de llorar a diario, ahora lo hago muy esporádicamente. Pero seamos sinceros, esto nos mueve muchas fibras internas. Ahora no tengo miedo de expresar mis sentimientos, de sentirme feliz por las demás personas, de dar consejos, de intentar ayudar siempre que puedo. Veo la vida desde otra perspectiva, y no les voy a negar que extraño algunas cosas de mi yo anterior, que si pudiera quitarme esto de encima lo haría sin pensarlo, pero tengo que admitir que me ha hecho madurar muchísimo. Ahora sigo mi vida normal, adherente al tratamiento al 100%, alimentándome muchísimo mejor, haciendo ejercicio y disfrutando de mis amigos y familia.
Sí quedaron con alguna duda sobre lo que pasó con mi pareja, pues él fue fuerte y, cuando le di la noticia, no me hizo sentir culpable, ni me trató mal. Seguimos juntos a medias, porque, aunque lo quiero, también empecé a verlo con ojos distintos, sobre todo porque ya 3 meses después de mi diagnóstico y de hablar con él, aún no ha iniciado su tratamiento. Sigue consumiendo drogas, comiendo mal y diciendo que no tiene tiempo de ir al doctor. Y claro, esto desmotiva a cualquiera. En verdad es la única situación que me falta poner en su sitio. A veces pienso que sigo con él por miedo al rechazo de una futura persona en mi vida.
Y qué pena si escribí mucho, en verdad eso fue lo que me salió.