Él me dijo en varias ocasiones que estaba enfermo, pero no sabía lo que tenía. Estando enfermo, su médico llamó a su mamá y le comunicó que tenía leucemia. Yo le decía: "¡Ay, flaco, si tú tuvieras leucemia no estarías así y te hubieran dado tratamiento!": no le creía.
Me quedé embarazada de la nena a los tres años de casados. Durante mi gestación, mi marido empezó a perder peso: toda la gente decía que era por mi embarazo. Se le empañó mucho la cara el día que nació mi hija. Estaba ardiendo de fiebre (41 grados). Después, empezó a tener mucha diarrea, lo que yo no me podía explicar. Hasta que fuimos al médico de cabecera. Cuando entramos en la consulta, me dieron "una gran noticia". El doctor dijo: "¿Ya sabe tu esposa lo de tu infección?"; yo, asustada, le pregunté al médico de qué estaba hablando: a mí no me había dicho nada.
Le mandó hacerse pruebas, entre ellas la del VIH y, ¡oh, gran noticia!, dio positivo. Yo sentí que mi vida había acabado: no iba a poder soportar la idea de ver al amor de mi vida morirse, y tampoco que muriera mi hija. Pensaba: "¿Qué tal si muero yo primero?. ¿Quién cuidará de mi bebé que tiene solo 30 días de vida?". Comencé a investigar sobre el tema y ahora sé mucho acerca del VIH. El diagnóstico de mi marido se confirmó con la prueba de Western-Blot: también dio positivo. Yo aún no quería hacerme la prueba, hasta que, una vez sola y decidida, fui y me la hice. Para sorpresa de los médicos, el test dio negativo. Ya no tenían que tocar a la niña porque yo era seronegativa.
Mi compañero falleció al cabo de seis meses de recibir aquel resultado. El médico me checaba cada tres meses para controlarme y ver si yo daba positivo. Después, supe que su mamá sabía que su hijo era seropositivo desde hacía ya dos años. Vivió conmigo tres años, o sea, que llevaba cinco años con el virus cuando nació mi hija, y cuando murió, la nena tenía seis meses. Desde entonces, comencé con las pruebas, y hasta ahora siempre han salido negativas.
Le agradezco mucho a Dios la oportunidad que me dio a mí y a mi hija; sé también que me envió a mí para cuidar de mi marido. Él fue y será para siempre el amor de mi vida. Estuve a su lado hasta el día de su muerte. Nunca me puse guantes al curarle las heridas. Siempre lo traté con mucho cariño y le di esperanza. Junto a él había más personas con VIH y siempre les di una esperanza de vida a ellos también. Siempre la hay.
Lo que les puedo decir es que todo está su mente: sean POSITIVOS. Son dueños de su cuerpo y de su alma. Ánimo, sí se puede. El miedo siempre existe, pero ustedes lo crean.
Que Dios les bendiga.
Un beso desde México.