Cuando llegué al consultorio del doctor, muy dentro de mí sabía lo que me iba a decir, no porque sospechara que podía ser seropositiva, sino porque cuando el médico me llamó por teléfono y me comunicó que debía ir debido a que los exámenes habían salido mal, se me vino ese pensamiento a la cabeza. Era el único examen del cual no conocía el resultado.
Cuando llegué a la consulta, el médico hizo entrar a un psicólogo y a una enfermera y me soltó esta terrible noticia: "Tu examen de VIH salió positivo". Al principio, hice como que no entendía, pero tras unos segundos me eché a llorar. Mientras, el supuesto psicólogo me decía lo que no podía hacer por tener el VIH (relaciones sin preservativo, no podía dar el pecho a mi bebé, etc) en vez de darme una voz de aliento. Saben, sentí morirme en ese momento; no tanto por la enfermedad en sí, sino por no poder amamantar a mi bebé.
Desde niña, había soñado con darle leche materna al hijo que tuviera. Soñaba con ser madre; esa imagen de una mamá alimentando a su bebé era de lo más lindo y tierno para mí. Saber que no lo iba a poder hacer y que mi hijo se alimentaría con un tetero me partió el corazón.
Además, la angustia de que le pudiera transmitir el VIH no me dejaba estar tranquila. Entonces, el médico me dijo que si seguía el tratamiento al pie de la letra había un 90% de posibilidades de que mi hijo naciera sano. Así lo hice. Seguí el tratamiento tal cual me indicó el doctor.
Mi hijo tiene ya dos años y en todos sus exámenes ha salido indetectable, o sea, que hasta ahora sigue estando sano. Eso me hace muy feliz.