El 22 de diciembre de 2018 me hice un tatuaje y al salir del estudio me sentí fatigado. Al otro día no me podía levantar de la cama, me ardían los pies, las rodillas, la cabeza. De pronto pensé que había sido una reacción a la tinta del tatuaje. Pasé mal 2 semanas, no podía comer y perdí 12 kg. Pensé había sido demasiado estrés por el tatuaje y se lo platiqué a mis parejas y, bueno, muy tranquilo el asunto.
A las 2 semanas me sentí normal, sin cansancio, pero decidí hacerme una endoscopia por la incapacidad de comer que tuve y resultó ser una gastritis erosiva. El día 28 de enero de 2019 me vi con uno de mis compañeros afectivos-sexuales y fuimos a hacernos las pruebas virales. Entonces, cuál fue mi sorpresa cuando salí reactivo. Lloré, se lo platiqué a mi otra relación afectiva-sexual y a un amigo con quien tuve sexo. Mis parejas afectivo-sexuales se realizaron la prueba y dieron negativo, pero mi amigo no quiso realizarla, sin embargo, me dijo: “Espero que esto te sirva para rectificar tu vida”, además de llamarme pendejo y que mejor me pusiera a hacer ejercicio.
Dolor doble en el corazón. El 5 de febrero acudí por la prueba confirmatoria y los niveles de CD4. Iba resignado a lo que fuera, pero no esperaba encontrar un recuento de CD4 de 162, clasificado en fase SIDA B3. En ese momento sentí que tenía que correr, sentí un terror que recorrió mi cuerpo. Así fue cómo mi amigo (según) me dejó de hablar, nunca supe su serología.
Al iniciar el tratamiento me dijeron que corría el riesgo de presentar el síndrome inflamatorio de restitución inmunitaria, así que me impregnaron de antibiótico y antifúngicos, e inicié el tratamiento antirretroviral. Ya casi llevo un mes con él, pero aún me pregunto qué voy a hacer con esto, cómo cambiará mi vida, cómo viviremos el VIH y yo juntos, qué me hará aprender, quién seré, si me sentiré vacío o de que me llenare ahora. Todo es un misterio, ya que el peor enemigo es uno mismo y el mayor problema habita en nuestra mente.