El año pasado (2010), hacia el mes de septiembre, comencé a no encontrarme bien de salud; en concreto, mi respiración era más deficiente y me sentía agotado físicamente. Un día, decidí acudir a mi médico de cabecera para que me hiciera una exploración, ya que no me sentía como siempre. La reacción del doctor fue la de aumentarme la medicación que llevo tomando como asmático crónico y algún que otro medicamento para el dolor de cabeza, etc.
Bueno, viendo que pasaban las semanas y no mejoraba, fui de nuevo a verlo y, por supuesto, a pedirle la baja laboral, dado que mi estado seguía empeorando. Mi sorpresa empezó por su gran desconfianza hacia lo que yo le explicaba. Más o menos, daba por sentado que yo lo que no quería era trabajar. Vaya por Dios. Ya de baja, intenté hacer el máximo reposo en mi casa; pensé que con eso bastaría, a pesar de los problemas que podría ocasionarme en el trabajo: era un empleado reciente. Menuda forma de empezar un trabajo, pensarían. Pero me entendieron a la perfección.
Con el paso de los meses y viendo el pasotismo de mi doctor y también que no mejoraba nada, decidí que no me convenía que me tratara. Me dirigí a la jefa del servicio médico de ese centro y le comenté mi problema: me dijo que el médico estaba estresado. Decidí ir a otro centro sanitario cercano donde me atendió una doctora. Ella en ningún momento puso en duda lo que yo le decía: me escuchaba y me entendía. Mis síntomas, por aquel entonces, seguían agudizándose, con altas fiebres, mareos, náuseas… eso sin contar las casi 18 o 20 horas que dormía al día. Con el paso de los meses y tras hacerme diversas pruebas sin encontrar qué tenía, la doctora decidió derivarme a un hematólogo en consulta externa, ya que se veía que algo no estaba bien en mi sangre y que seguía empeorando a pasos agigantados.
Un bien día, yendo a hacer la compra con mi pareja a un supermercado, empecé a notar temblores en el cuerpo, acompañados de pérdida de visión segundos después. Mi cuerpo se convulsionaba como si de una marioneta con vida propia se tratara. Acudí lo más deprisa posible a por mi pareja, que se encontraba en la sección de frutas y le pedí que me cogiera fuerte y me sacara cuanto antes, puesto que algo malo me estaba pasando. Una vez fuera del supermercado, me desmayé y perdí el conocimiento. Me contaron que una persona llamó a una ambulancia. Al poco de llegar el vehículo, me desperté (eso dicen) y les pedía tanto a los técnicos como a mi pareja que por favor me llevaran a mi casa. Ante mi agresividad, decidieron sedarme y conducirme a urgencias. Allí me hicieron una tomografía computerizada (TC) de urgencia para descartar que no fuera algún derrame cerebral o cualquier otra cosa. Por suerte, no lo fue.
Al día siguiente, me desperté un poco atontado, pero ya era yo. Reconocí a mi pareja y a algunos amigos que habían venido a verme. No recordaba nada de lo sucedido. Recibí el alta médica, ya que ni en la TC ni en el encefalograma que me realizaron pudo detectarse ningún síntoma anómalo.
En la visita a este especialista y en una breve exploración física, me pregunto si me había hecho la prueba del VIH. "Dios mío, que esta diciendo este loco", pensé. Le dije que en los últimos dos años, no, ya que me había dado negativo la última vez y tenía pareja estable, y que esta se la había hecho hacía apenas unos ocho meses y también había tenido un resultado negativo al VIH. Así que, pensé: ¿Para qué preocuparme de hacerme las pruebas?
Pese a todo, le di mi aprobación para hacerme el test del VIH al especialista. Pasaron unos quince días y me presenté en el departamento de enfermedades infecciosas del centro médico donde me visitaba para conocer los resultados junto a mi madre, que había venido desde la provincia donde nací para cuidarme, dado que mi pareja, por motivos de trabajo, se pasaba mucho tiempo fuera de casa. Me llamó la enfermera y me dijo que ya podíamos pasar al despacho. Nos estrechamos la mano: todo parecía ir bien. Consultó en su ordenador los resultados del análisis y yo no vi nada en su rostro que pareciera indicar que algo podía ir mal. Pasaron unos segundos y me preguntó, con cara de tristeza, si podría hablar claramente delante de mi madre. Mi respuesta fue sí, a pesar de que ya sabía entonces que algo había ido mal. "Le tengo que decir que sus análisis de sangre han dado positivo", me dijo. "¿Positivo en qué?", le pregunté. "En VIH", me comunicó. "Tierra trágame", pensé, después de girar mi cara para ver la de mi madre, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas.
Me comentó el especialista que aún faltaba por saber el número de linfocitos CD4 en sangre (defensas) y el nivel de carga viral (cantidad de virus en sangre) que tenía. Salí del hospital con lágrimas en los ojos. Mi madre me cogió del brazo y me dijo que siempre estaría a mi lado. A continuación, me llamó por teléfono mi pareja: le dije que estuviera tranquilo, que ya hablaríamos, que todo estaba bien, aunque él notó algo raro. Yo prefería esperar a tenerlo a mi lado para explicárselo.
Cuando mi pareja llegó a mi casa -mi madre ya se había ido-, le di la mala noticia. Me dijo que también estaría conmigo, que no me preocupara, que ahora había llegado el momento de ser aún más fuertes y que debía ir a por todas.
Nos fuimos al pueblo, donde tenemos una casa, y mientras estábamos en la autopista me sonó el móvil. El número era de una centralita y contesté: me dijeron que ya habían recibido los resultados que faltaban y que no eran favorables en absoluto. concretamente, tenía un nivel de CD4 de 7 células/mm3 y una carga viral de 350.000 copias/mL. Me comunicó que tenía que ser ingresado de inmediato. Le respondí que no, que iría al día siguiente. La persona de la centralita me dijo que si estaba loco, que era muy peligroso: estaba inmunodeprimido por completo y un simple catarro me podía matar. Pese a ello, continúe mi viaje: sabía que a la vuelta me esperaba un horror y necesitaba escapar, aunque solo fuera por 24 horas.
De regreso al hospital, me ingresaron por mis bajas defensas. Después de muchas pruebas médicas (TC, etc.), me detectaron una neumonía. Rápidamente, me la trataron. Pasados quince días de incertidumbre y malos ratos, salí por fin del centro hospitalario para ir a mi casa.
La medicación para el VIH me la dieron una vez tuve el alta. Le tenía pánico, pues había leído en internet muchas cosas sobre dichas medicaciones y me asusté. La primera toma del tratamiento fue horrible, y la segunda, y la tercera, pero ahora la tomo y pienso que una pastilla me da la vida.
Como secuelas, me quedaron muchas fobias: no podía entrar a supermercados solo, ni a centros comerciales, tenía pánico a los médicos y miedo a enfermar de nuevo. Pero debo decir que un gran número de médicos me están ayudando a superarlo todo.
Sin la ayuda de esa persona anónima para vosotros que es mi pareja, que nunca me faltó, que me ayudó, me ayuda y me cuida como el que más, no hubiera podido con ello.
Y por una madre que tengo que me quiere con locura y que vino a cuidarme a casa; por un hermano, aquí no mencionado, que también vino a cuidarme; por unos suegros inmejorables; por un cuñado excelente; por mi hermano mayor, que también se preocupó; por mi padre y su mujer, con quien hacia años que no hablaba por cuestiones personales, y que a consecuencia de todo esto "empezamos de cero"; por una gran médica de cabecera y, sobre todo, gran persona; por un gran equipo médico; por el apoyo de una ONG de VIH; por ellos estoy aquí ahora contando esto.
Actualmente he mejorado mucho: mi recuento de CD4 es de 201 células/mm3 y mi carga viral de 3.100 copias/mL.
Gracias a todos.