No pasa nada cuando todo pasa

Luis

1999: Se inicia la cuenta regresiva para un nuevo siglo entrante y para una nueva vida. En el tercer o cuarto encuentro, prescindimos del condón, confiados en nuestra firme juventud y esa salud eufórica y ficticia que da el enamoramiento. Sin prueba alguna, más allá del voto de confianza, nos autodeclaramos seronegativos.

2001: Ya entrado en meses el nuevo siglo, llega la noticia del desencanto. Mi compañero caía enfermo y una practicante atemorizada de psicología –a quien hube yo de consolar ante su angustioso intento de empatía- confirmaba la sospecha: “Resultó usted positivo al VIH, pero bla, bla, bla…”.

2003: Me disfrazo de jerarca católico y, rodeado de un contingente de incautos que domingo a domingo se reunían casi clandestinamente a purgar sus culpas y aferrarse a Dios, marchamos por la reforma, por el “orgullo” de ser como somos. ¡Qué ironía! Ellos para que no los hagan sentir tan menos como en realidad se sienten. Yo, para escupirle al mundo todo mi encabronamiento. Mi transmisor agoniza de tristeza –más que de la toxoplasmosis que ya muerto le descubren- en una cama del Hospital del IMSS “Gabriel Mancera”.

2009: He vivido ya ocho años en la incertidumbre de la negación, gozando –y sufriendo- la inconsciencia, evadiendo las calles que ahora –en septiembre- me conducen a la Clínica Especializada Condesa, donde una experimentada infectóloga, con solo ver el natural color morado en mis uñas, diagnostica: Usted ya ha entrado en fase de sida.

Mi tos incesante también me delata, ya soy presa de la típica neumonía por Pneumocystis Carinii (PCP). Peso 55 kilogramos, mi pelo cae adelgazado, una dermatitis aguda martiriza mis piernas, mi piel rojiza de indígena norteño ha adquirido ahora el tono moreno opacado de un hindú. Mis encías sangran, mi boca almacena “algodoncillo”, mi esfínter me traiciona a cada rato. He perdido todos mis encantos. Archivan mi nombre en la sección V.I.P. (Very Immediately Patients) de los desahuciados. (Me toca ser el 9.773, y creo que en la actualidad ya casi somos 20 mil).

2010: Seis meses me llevó recuperarme y con tan buen tino en la prescripción de tratamiento antirretroviral de la comprometida médica que me atiende que, desde la primera prueba, salí casi indetectable y con los CD4 en ascenso –nada mal si consideramos que llegué solo con uno-. Eso sí, con una neurosis terrible durante el día y viajes alucinógenos durante la noche.

2011: Hay que informarse: Que si “tips” de nutrición, que cómo adherirse a los antirretrovirales, que cómo evitar las ITS (Infecciones de Transmisión Sexual) que pueden complicar el vivir con “el bicho”, que pláticas en grupos de autoapoyo para convivir y compartir con los pares, que cursos para una mejor calidad de vida, etc, etc. Pero no es suficiente. A estas alturas, el VIH apenas ha detonado todos los lastres emocionales acumulados durante mis 40 y tantos años de vida.

2012: Ya lo había visto muchos años atrás predicando a través de las pantallas de TV, en algún foro de los cientos que ya lleva como superviviente del VIH, cruzando las calles del Hipódromo Condesa, repartiendo “La Ballena de Jonás” que desapareció por falta de presupuesto, y sabrá en cuántos más eventos que me tocó cubrir cuando yo trabajaba como reportero.

Ahora lo tenía aquí, entre mis brazos, recibiéndome con su fragilidad física y su fortaleza espiritual: Tan ligero, fluyendo, con su mirada de sabio y esa sonrisa en mueca que te confirma: “Sí, si pasa, pero finalmente no pasa nada…”. Encontré a mi profeta terrenal: René García (fundador de Albergues de México I.A.P.).

2016: Y sí. En realidad, no pasa nada cuando todo pasa, cuando se vive el VIH en una postura de serena alerta. Como la vida misma cuando se goza de cabal salud, como un “aquí y ahora” con la posibilidad de un incierto futuro y la imposibilidad de un retroceso al pasado.

No es consuelo –o es de tontos-, pero muchos muertos ha desde mi diagnóstico y por causas tan disparatadas que siniestramente me arrancan una sonrisa. He aprendido hasta aquí, hasta este trayecto del camino, la importancia del autoconocimiento, del estar conmigo, de auto-reconciliarme y compartirme así con los otros.

He escuchado a muchos compañeros bendecir al VIH porque les cambió para bien sus vidas. Yo no llego a tanto, porque ciertamente me encantaría no depender de dos antirretrovirales nocturnos y de los exámenes clínicos semestrales –y tendría peso de conciencia por los 20 mil pesos que la sociedad paga por mi tratamiento, a no ser porque veo a “otros” haciendo sangrar más al erario público por cuestiones más frívolas-, pero he descubierto que mi cuerpo habla, gruñe y sufre cuando se colma de emociones contenidas, y que se vuelve tan ligero cuando se deja ser espíritu. Este es mi testimonio.

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