Lo descubrí gracias a los análisis prenatales [que tenía el VIH]; la felicidad por mi embarazo duró muy poquito. Han sido los días más amargos. Sin dormir, sin comer bien, toda mi vida se ha resumido en buscar VIH en todas las redes y buscadores.
Sé que la vida sigue, ya fui al doctor y estoy tomando los antirretrovirales, pero sigue de forma pausada, como si fuera a cámara lenta. Los últimos días me siento con el pecho vacío, como si no hubiese nada allí. Gracias a Dios no ha sido tan malo [el tratamiento] como dicen algunos, solo el primer día me dio un sueño profundo y mareo, ya los demás días han sido leves. No tengo diarrea. He adelgazado tanto que me asusta. Quizá sea efecto de los medicamentos o el estrés.
Mi esposo se ha hecho dos pruebas y salieron negativas. Yo solo rezo para que así sea. Él no se merecería algo así. Tengo claro que no fue mi marido quien me transmitió el virus. Él ha sido mi apoyo, no me ha dejado sola ni un momento. Vivo con la incertidumbre de que un día despierte y él ya no esté. Sigo mi vida normal dentro de lo que cabe, pero ya no sonrío, no bromeo. Mi vida es gris. Supongo que hay que darle tiempo al tiempo.
Aún no he recibido mis resultados de carga viral ni de CD4. Por mi embarazo me dieron los medicamentos de una vez. Salgo a la calle, pero quisiera no hacerlo. Siento que todos me miran, aunque esto solo lo sabe mi esposo, mi médico y la chica del laboratorio.
Los días van pasando, me siento mejor, pero no me puedo mirar al espejo. Ojeras, delgadez, ya no hay brillo en mi mirada. Rezo para que el tiempo pase y poder tener ya a mi hijo en brazos, porque sé que será mi única alegría.