Tengo 24 años recién cumplidos. Sucedió así: Un día amanecí con uno de los famosos síntomas de fase aguda del VIH: ganglios inflamados en el cuello. Me fui, sin pensarlo más, a realizarme la primera prueba que pensaba hacerme a los 45 días: no pude esperar más.
La prueba duró menos de diez minutos, agarraron mi brazo con una liga y un tubo se llenaba de mi sangre mientras le decía a la enfermera que tenía miedo de lo que pudiera suceder. Después me indicaron que podría pasar a recoger mis resultados a la mañana siguiente, o consultarlos en línea a partir de las 18h. De tener que confirmar el resultado por un positivo, tendría que esperar 48h más.
Después, me fui rumbo al trabajo: fue el día más largo de toda mi vida. Pasaban los minutos y todo era eterno. No podía pensar en otra cosa: ¿Qué pasará? ¿Seré positivo? ¿Cuánto voy a vivir? ¿Quiero vivir? ¿Y si infecté a mi familia? Esta última fue la pregunta más fuerte que me sigo haciendo.
Finalmente el resultado fue negativo al VIH. En ese momento volví a vivir; 31 días de infierno habían tenido por fin un minuto de alegría. Lloré mucho.
Gracias por leer mi publicación.