Un día de febrero de 2006, cuando me fui de vacaciones para ver a mis padres a Lima, me puse malo, muy malo, así que decidí ir al médico para ver qué me pasaba. Entré en la consulta y el doctor me preguntó una serie de cosas y yo respondí a todo con la verdad. Me dijo: "¿Sabes lo que es el sida?". Para mí, fue devastador, aunque sabía perfectamente lo que tenía, pero no lo quería asumir. Me indicó que debía hacerme la prueba de ELISA de inmediato. Mis padres estaban allí conmigo, fuera de la consulta, esperando. Salí, me armé de valor y les dije que no era nada, sólo que algo me había sentado mal, y no me hice las pruebas. Volví para Madrid algo mejor, pero destruido por dentro.
Pasó un poco de tiempo y me puse peor. Estuve de baja algún tiempo. En eso que vinieron mis padres a España. Estaba con ellos, mi madre me cuidaba, pero yo, terco como una mula, no quería hacerme la dichosa prueba. Por este motivo, mi situación fue a peor. Nadie se explicaba mi tan repentina pérdida de peso, las sudoraciones, la inflamación de garganta, etc. Hasta que no pude más, y un día -el 7 de febrero de 2008- fui a un centro privado donde te dan los resultados en 15 minutos. Esperé. Para mí, la angustia era terrible, porque no sabía nada de esta enfermedad. Lo único que sabía es que era sinónimo de muerte. Cuando llegó el momento de conocer el resultado de la prueba, el médico me insto a sentarme, a que me relajara, a que tomara aire y a que fuera fuerte. Las pruebas habían dado positivo. Me sentí morir. Pensé que moriría inmediatamente, que mi vida había terminado, que Dios me había castigado por lo mal que me porté y demás razones.
El médico me dijo que debía hacer otra prueba, que existe un pequeño margen de error, que tenía que hacerme una segunda prueba para confirmar el diagnóstico. Me la hice en ese mismo momento. Los resultados iban a estar en dos días. De este modo, salí del centro sanitario totalmente devastado y cogí un tren con destino a casa. Llegué a mi hogar y me recibió mi querida y adorada madre con una sonrisa y me dijo: "¿Qué tal el trabajo, mi querido hijo?". Le dije "bien mamá", sin ella imaginar lo que yo estaba pasando en ese momento. En eso que llegó mi padre y me dijo: "¿Qué tal hijito, cómo te fue?". Le respondí lo mismo, que bien. Mi madre nos indicó: "¿Les sirvo ya la cena?". Yo le dije: "No mamá, no tengo hambre"; y ella, de inmediato, me preguntó: "¿Qué te pasa, tú nunca me dices que no tienes hambre?". Le contesté: "No mamá, de verdad, no tengo hambre, esperaré a que llegue Alfonso [mi pareja de toda la vida]". "De acuerdo", me dijo mi madre. Pasadas unas dos horas, llegó Alfonso, me saludó como siempre lo hace: "Papito, ¿cómo está?, ¿qué tal te fue el día?". Y yo no pude más y me eché a llorar. "¿Qué te pasa?", me preguntó él. Le expliqué que había muerto una compañera de trabajo. Mentira. "Lo siento" -dijo-; me abrazó y me explicó que tenía que ser fuerte, que había de tener resignación y pedir a Dios que nos ayudara a superar ese momento de dolor.
Bueno, pasaron los dos días que tenía para volver a recoger los resultados ya definitivos de la prueba. El médico me hizo pasar a la consulta y me dijo: "positivo". Nuevamente, vi la vida esfumarse. En ese momento, tomé la decisión de vivir lo que me quedara de vida feliz, al lado de los míos, cuidando con mucho celo a mi chico. Así que seguí trabajando, pero todos esos días le daba vueltas a la cabeza y sólo pensaba en que moriría muy pronto (qué equivocado estaba). Mi cuerpo cada día estaba más y más débil.
Seguí trabajando. Pero un día no lo soporté y pedí una excedencia por razones que ni yo mismo me creía. Con todo, me la dieron. Así pues, me fui a mi casa, según pensaba, a morir en paz. Los días pasaban. Mi desánimo y depresión eran muy notorios. Mis padres, mi novio y mis hermanas -todos- se dieron cuenta de lo que me pasaba, según me explicaron. Me obligaban a ir al médico en compañia de ellos y yo lo rehusaba… Hasta que un día no podía respirar y me fui a mi médico de cabecera. Se lo conté. Él me dijo: "Tenemos que hacerte una prueba de confirmación". "¡Caramba! -exclamé-, ¿más pruebas?; estoy cansado, ya sé el diagnóstico. Aquí tengo las pruebas que me hizo el otro médico privado", le expuse. El médico me comunicó: "Tenemos que hacerte la prueba para yo estar seguro de que es verdad que lo tienes". "Bueno", le dije yo. Eso fue un lunes, y para hacerme las pruebas era el miércoles de la siguiente semana; pero estaba fatal, no podía ni caminar, porque mi corazón se ponía a mil por hora, no podía respirar. Por la tarde de ese mismo día llegó una de mis hermanas y me dijo que fuéramos al médico de Urgencias. Yo le respondí que no, que mi médico de cabecera me había recetado algo para la angustia y para poder dormir. Le dije que me llevara a la farmacia para comprar la medicación. Así que me acompañó, pero ella, en complicidad con mi novio y mi hermana pequeña, se pusieron a revolver mis cosas y encontraron las pruebas que yo me había hecho con el médico privado.
De inmediato, llamaron a mis padres y mi novio y se reunieron sin yo saber nada. Llegué a casa desde la farmacia y me tumbé en la cama porque no podía ni hablar. En eso que entró mi padre llorando y me dijo: "Hijo mío, ya sé lo que tienes." Me sorprendió y le respondí: "Qué te pasa. ¿Estás loco? Sólo tengo asma", o no sé qué le dije, y él, con los papeles en la mano, me indicó: "Tú tienes sida". Me sentí morir, no por la propia enfermedad, sino por la vergüenza de que mi propio padre me dijera eso.
En ese momento, entraron todos, mi madre, mis hermanas, mi novio, todos. Ya lo sabían y me preguntaron que por qué no se lo había dicho antes, que por qué lo tenía callado, muriendo en silencio, que ellos estaban conmigo hasta el final, que no me iban a dejar solo en esto y que me amaban, que no me dejarían morir, que ellos estaban conmigo siempre, y que siempre lo supieron, pero nadie se atrevió a contarlo. Ese día me sentí un tanto aliviado, pero igual de mal, fatal, sin saber la que me venía encima. Hablamos todos en ese momento y dijimos que, al día siguiente, iríamos al hospital a que me viera un médico especializado. Les dije que vale. Todos me abrazaron, me hicieron notar que realmente me querían y estaban conmigo, sobre todo mi chico, que me dijo que me amaba, que siempre me amaría y que íbamos a estar juntos para siempre. Que nada del pasado contaba ya, sólo el presente y futuro juntos. Cuando salí de mi habitación, me fui a ver la tele, pero era falso: hacía como que miraba la tele, pero en realidad estaba muerto en vida. Me quedé supuestamente dormido, eran sobre las once de la noche. En eso que, no sé cómo, llegó mi hermana otra vez, la que me había acompañado a la farmacia, y me dijo: "Vamos al hospital ahora mismo". Yo le dije que no. Ella me cogió por un brazo diciéndome: "Vamos, o si no, te llevo a rastras". Como yo no tenía fuerzas para nada, no tuve más remedio que acceder. Me acompañaron mi hermana mayor y la pequeña. Mi padre se fue a trabajar y mi chico se quedó en casa con mis sobrinos -aún bebes-. Mi madre, destrozada, no quería verme en el estado en que me encontraba.
Llegamos a Urgencias del Hospital de Móstoles. Me visitó la doctora y, de inmediato, me comentó que yo estaba a un paso de la muerte. Entré con un cuadro clínico de neumonía y una parada cardiorrespiratoria. Al instante, me rodearon una serie de médicos, me pincharon por todos lados y me dijeron: "Chico, tú te quedas ingresado".
Estuve ingresado casi un mes, realmente me encontré al borde de la mismísima muerte. En el hospital me indicaron que estaba a 12 de defensas, que tenía salmonela, etc. De todo. Pesaba muy poco. Bueno, era un desastre. Y todo esto por no haber contado antes a mi familia lo que me pasaba.
Me hicieron una serie de pruebas en el hospital: radiografias, escáneres, punciones lumbares, endoscopias, resonancias magnéticas, etc. Estuve poco menos de un mes ingresado. Cuando salí del centro hospitalario, tenía una nueva vida. Dejé el hospital con un tratamiento que llevo estupendamente. Ahora soy otro, muy sano y alegre, lleno de vida, con un hombre que me ama, unos padres que son lo máximo, que me apoyan, me comprenden, y sobre todo mis hermanas, que me quieren.
Gracias a todo este amor, ahora llevo una vida supernormal, tengo más apetito, viajo mucho, duermo muy bien, tengo más sueños en la vida, metas nuevas cada día, y todo ello por el cariño de mis padres, de mi familia, y especialmente gracias al amor de mi chico. Soy feliz, y eso no tiene precio.
Para las personas que tiene el virus como yo, que sepan que esto no es sinónimo de muerte, sino una prueba que te pone la vida. Así me lo he tomado yo, como una lección que nos pone la vida.
Si alguien se siente identificado con mi historia y quiere conversar, que me escriba a mi correo electrónico.
Yo, con mucho gusto, seré su amigo.