Entré en el centro sanitario con paso inseguro, como si el miedo asiera mis tobillos e hiciera pesadas las piernas. Cuando llegué al mostrador de información, un sanitario me preguntó qué deseaba. No estar allí, pensé, y le dije en voz baja que quería recoger unas pruebas. Le murmuré mi nombre y, de un cajón donde se guardaban por orden alfabético los resultados de laboratorio, extrajo una hoja plegada y grapada. Me la entregó y salí del centro médico raudo, sin que esta vez nada ralentizara mis pasos.
Recuerdo que al entrar en el coche, durante un instante centré mi mirada en aquel papel como si esperase que se volatizara entre mis manos y aquello fuera sólo un mal sueño, pero se impuso la realidad y lo abrí. Una palabra resaltaba sobre las demás en la escueta frase que contenía: Positivo.
Sentí adentrarme en un oscuro túnel que mi ignorancia iba a convertir en todo un tormento. Aquel mensaje era la confirmación de que portaba en mi cuerpo el VIH. Con veintitrés años, recién llegado de Burgos y con la ilusión de acceder a un trabajo en los astilleros valencianos, como podrán imaginar, aquello me hizo polvo por dentro. Varias preguntas se adueñaron de mi pensamiento. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?
Desde que recibí la noticia hasta que me puse en manos médicas, pasó un año. Mi primer error, ya que ponerse de inmediato en manos médicas, aunque en ese momento poco se supiera, es vital para empezar a combatir el VIH y estar alerta sobre sus perversos efectos. Tras asumir esa negación inicial y errónea, fui arropado por un equipo profesional con gran valor humano y entrega que ha tratado mi enfermedad hasta el día de hoy. Ayudándome a superar los obstáculos de las llamadas enfermedades oportunistas asociadas al VIH. Linfoma, toxoplasmosis, candidiasis y una hepatitis C de la que espero ser tratado muy pronto, durante unos meses, para intentar curarme antes de que vaya a más con otro tratamiento agresivo como la quimioterapia, que también me acompañó durante nueve meses cuando tuve un linfoma.
Durante años, viví en silencio y en secreto la supervivencia. En el trabajo, donde estaba considerado un chaval responsable, alegre y extrovertido, a la hora de las tomas me iba a los lavabos a ingerir las pastillas de mi tratamiento a escondidas, para que no se supiera. Fueron diez años poniendo a prueba, todos los días, la resistencia de mi mente para no caer en una depresión que rompiese la armonía que, con tanto empeño y cariño, había tratado de construir sobre aquel suelo inestable y movedizo de la clandestinidad social.
Cuando atravesé por el trance del cáncer, todos me arroparon. Era una enfermedad terrible; sin embargo, la sociedad, también ignorante como yo al principio, toleraba y hasta compadecía mi suerte con lástima. ¡Qué diferente hubiera sido si se llega a saber la razón (otra enfermedad) por la que lo tuve! Pero, sorprendentemente, lo superé y me faltó tiempo para reincorporarme al trabajo con esa ilusión que nos concede la esperanza. Tanta fue que comencé a escribir libros, reportajes de historia en prensa y a grabar discos de poesía con un compositor e intérprete valenciano que era mi compañero y amigo en los astilleros. Aquella experiencia me hizo comprender lo frágil que es la vida y lo corta que puede ser. Por eso, decidí hacerla “ancha”. No debía perder ni un minuto y tenía que agradecer cada nuevo despertar con humildad. A respirar la vida y saborearla, pues, en un segundo, se puede perder todo… Aunque hace unos años la enfermedad (su permanente atención me ocupa y aleja con bajones de salud a menudo) me hizo abandonar mi actividad laboral para dedicarme a ella completamente.
Fue entonces cuando mi pareja y yo decidimos que el campo sería un lugar perfecto para cuidarme, y en él hallé más motivos para invertir los buenos momentos y dedicárselos a los demás con generosidad, como a mí la vida. Muchos no tuvieron ni tienen esa suerte. Desde hace años, recorremos pueblos dando lo mejor de nosotros. Por fortuna, ella, mi mujer y compañera, no padece mi enfermedad. Pero les quiero hablar, después de este preliminar comentario, personal y transferible, que arranco a jirones del corazón, como no lo sé hacer de otra manera, para expresarles que hoy, gracias a los nuevos fármacos y el buen hacer de nuestros equipos sanitarios, ha mejorando de manera considerable nuestra calidad de vida, que ha sido y es precaria como consecuencia de la infección. Pese a que hemos avanzado mucho, el problema sigue ahí.
Nuestros médicos nos conocen físicamente mejor que nuestra madre. Con ellos hemos sufrido las pérdidas de seres queridos, de personas con las que compartías habitación en los ingresos hospitalarios. Con esto quiero decir que nuestros equipos humanos sanitarios son tan próximos como lo es la propia familia. A ellos les debemos seguir vivos y con ganas de continuar haciéndolo. Que nos hayan enseñado a aceptarnos y a que otros nos quieran por lo que somos y no nos rechacen por lo que tenemos.
Ésa es la misión que debemos asumir. Convencer a los demás, informándoles de que TODAS las enfermedades son malas e indeseadas. Las enfermedades sólo se diferencian por su gravedad, jamás por su causa. Dice una amiga que ¿quién pone agenda a la vida? El rechazo hacia la enfermedad no es más que un miedo irracional e ignorante que bloquea la mente de quien lo ejerce. Pero quienes lo sufrimos sin piedad, terminamos aislándonos y empeorando con ese comportamiento ajeno y encubiertamente agresivo nuestra ya mermada salud.
Tan grave como es la decisión que ha impuesto hace dos meses (estivales y a traición) la conselleria de Sanitat de la Generalitat Valenciana, que voy a explicarles para que vean lo insensibles que pueden llegar a ser con temas tan trascendentales como la salud.
Justificando una reestructuración en la gestión económica hospitalaria, sin previo aviso a los afectados y profesionales sanitarios, han decidido derivarnos en la dispensación de medicamentos a otros hospitales para repartirse, dicen, los gastos según el que nos corresponde por empadronamiento. Es decir, que sin consultar los efectos de esta decisión unilateral que nos imponen, van a desvincularnos de nuestros hospitales de origen, cuando existen recomendaciones de especialistas de que seamos dispensados en el mismo hospital donde se nos atiende desde hace años, ya que es más eficaz la adhesión a los fármacos, pues dan mejores resultados los tratamientos si se reciben con una buena dosis de ánimo y optimismo.
Este hecho insólito, sin margen para poder reaccionar, porque se ha hecho desde el oscurantismo, nos sorprendió al ir a recoger nuestra medicación mensual, en mi caso al Hospital General Universitario de Valencia, donde, por cierto, para evitar las reacciones adversas de algunos afectados, han dotado de seguridad privada al dispensario. No han tenido en cuenta que esta derivación va a originar (ya está sucediendo) negativas consecuencias en la salud de muchos afectados, al añadir una ansiedad innecesaria que alimenta la preocupación y la incertidumbre; que repercute en la salud de los afectados, quienes volvemos a sentir cernirse sobre nosotros las tinieblas de un pasado de exclusión y estigmatización que ya creíamos haber superado, o que al menos estaba en vías de normalización social.
Gracias señor conseller, Manuel Cervera Taulet, por su consideración, en mi nombre y en el de los demás afectados. No se imagina usted el daño que está causando. Por otra parte, están aquellos afectados que tenemos que empadronarnos dentro de la Comunidad con frecuencia, cada año o dos años, por motivos laborales, en el caso de mi pareja. ¿Tendrán que venir conmigo los dos tomos de mi historial clínico allá donde vayamos? ¿Me atenderán en esa brevedad de tiempo con la misma efectividad que mi médico de siempre con una relación de más de veinte años? Lo dudo, y quien sabe de esto seguro que también, señor Cervera.
Nuestros médicos son “valores”, ustedes sólo gestores de los que a todo le quieren poner precio. Pero se equivoca. Lo comprobará cuando sobre su mesa de madera noble o de diseño le lleguen informes desfavorables por su lamentable decisión con causas irreparables. El tiempo nos lo dirá. Y cuando los lea, tendrá (porque no hay más remedio que hacerlo a veces) la necesidad de hacer holgura al nudo de su corbata porque le aprieta demasiado y le invade un calor sofocante. Cuando tomen este tipo inaudito de decisiones, por mi bien y el de muchos, asesórense a fondo por aquellos que conviven cada día con una realidad que ustedes desconocen e ignoran. Hablen antes con los profesionales, con las asociaciones de afectados de Valencia. Sondeen antes de agujerear, porque si lo hacen al revés, como ahora está ocurriendo, sólo conseguirán sembrar de vacíos nuestra paz, que ya vive en continúa guerra. No haga oídos sordos a las cartas que le dirigen con su silencio administrativo.
Aún estoy esperando recibir una respuesta de usted y del gerente del Hospital General Universitario de Valencia, el señor Sergio Blasco Pérez, y nadie de sus departamentos ha tenido a bien contestarme. Pero no me importa si escuchan a los que han de escuchar desde sus puestos de responsabilidad con mayor atención. A quienes nos cuidan, los facultativos sanitarios. A quienes nos defienden y nos representan a través de las asociaciones de afectados. Porque, según dice la organización sin finalidad de lucro con sede en Valencia JURISIDA, compuesta por expertos y activos voluntarios en leyes sanitarias, como “único presupuesto ideológico”: “La Dignidad es inviolable”.