Cuento mi historia con lágrimas en los ojos

Blanca

Pensaba quién pudo ser la persona que me infectó. Llevaba 3 años de relación con mi enamorado, pero cuando discutíamos le era infiel con un amigo. Así que uno de los dos tuvo que ser. Le pregunté a mi novio y me dijo que seguro que yo ya le había infectado a él.

Me sentí culpable. Ese mismo día me fui al hospital donde dan los medicamentos antirretrovirales y, como era gestante, me lo dieron de forma urgente para poder disminuir la posibilidad de transmitir el virus a mi bebé.

A la semana, la cuñada de mi novio me dijo que él estaba infectado por VIH desde que tenía 17 años (y él ya tenía 26). Me sentí destrozada. Era obvio que había sido él el que me infectó.

Lo encaré y se puso a llorar. Me dijo que no lo dejara, que lo perdonara, que él me amaba, que no me dijo nada porque pensaba que nunca lo iba a aceptar… Yo lo quería muchísimo, había sido mi primer hombre y también pensé que quién me va a querer estando enferma. Pensaba que ni un hombre se acercaría a mí y menos con mi bebé. Por eso decidimos seguir juntos.

Me dediqué a cuidar mi embarazo, pero bajé muchísimo de peso. Siempre fui una mujer robusta y de 80 kilos que pesaba llegué a bajar a 68 y con 9 de hemoglobina. Y eso no me ayudaba en nada a mi bebé. No se desarrollaba con normalidad.

Mi novio se sacó sus exámenes y comenzó a tomar su tratamiento. A los 7 meses se me adelantó el parto, así que fuimos de emergencia al hospital y ni un doctor estaba disponible para mi operación.

Lloré porque sentía las contracciones y solo de pensar que iba a tener el parto normal me ponía más triste por el de riesgo de que mi bebé naciera con VIH.

Rogaba por favor que me atiendan y resolvieron el problema. Gracias a dios mi bebé nació sana, con 2 kilos de peso, pero sana.

Pasaron los meses de felicidad y llegaron 3 meses horribles. Mi novio comenzó a tener diarreas y adelgazó muchísimo. Su enfermedad estaba muy avanzada. Me sentía mal de verlo así. Llorábamos mucho todas las noches, suplicando a dios que le diera vida para ver crecer a su hija.

Pasamos un domingo día de la madre juntos y en la madrugada sólo escuche que me hablaba, pero tenía tanto sueño que no oí nada de lo que me dijo. Quizá se estuvo despidiendo de mí. Sentí que me dio un beso, me abrazó y al día siguiente cuando desperté estaba muerto. Fue lo peor, grité, lloré, le pedí que no me dejará…

No podía creer que ya nunca iba a estar con nosotras. El martes, día 15, que lo enterramos era el cumpleaños número 1 de mi hija. Un día para nunca olvidarnos de él. Han pasado casi tres años y me duele que ya no esté. Lo sigo amando y lo veo siempre en el rostro de mi hija, porque es el vivo retrato de su padre.

He recuperado peso y estoy bien y mi hija también. El VIH no es muerte, hay que vivir día a día por los seres que nos quieren y que esperan mucho de nosotros. Gracias. Con lágrimas en los ojos cuento mi historia.

Cuídense mucho, amigos, que dios los bendiga y que vivamos muchísimos años.

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