Hace tres semanas, el mundo se derrumbó a mi alrededor casi por completo. Todo o casi todo se vino abajo. Faltaba poco para la Navidad y hacia una semana que esperaba una respuesta a un examen que, para mí, era una sentencia de muerte. Como al criminal que lo condenan a cadena perpetua, o como el último suspiro que se prolonga en el viento y no sabes cuándo terminará. Así han sido estas últimas semanas, después de lo que, en un principio, denominé la “llamada de la muerte” …Y que todavía espero, aún sin saber si aferrarme a una esperanza remota es lo mejor, pero con la plena convicción, también, de tener que encarar la vida, y la cruda y triste realidad con la que a veces se nos presenta. Esa llamada que espero, para que revisen mis segundos exámenes, no deja de torturarme cada noche y cada mañana.
Pero, en estos días, he descubierto muchas cosas. Tengo que superar esto, pues la vida vale mucho. Por desgracia, uno sólo se da cuenta cuando se encuentra en este tipo de situaciones.
Al principio, sentía el hálito la muerte en el oído, escuchaba sus sollozos, que eran lentos y tétricos. Tenía tanto miedo… Lo único que uno visualiza es el final. Pero pensaba: ¡si el final puede suceder en cualquier momento, al cruzar la calle! De hecho, hay quienes viven en un final constante y se convierten en entes que ni siquiera son conscientes del tiempo ni del espacio.
Si me muriera mañana, lo haría feliz, porque en verdad disfruté de la vida. Surqué las olas más altas y me caí en las más bajas. A veces, noté que me ahogaba; otras, que estaba tocando el cielo. Ahora me siento como en un remolino del que no encuentro la salida, pero tengo la firme convicción de que existe.
La vida es para gente guerrera y que sólo piense en ir hacia delante. Esto -para quienes se tomen el tiempo de leer lo que estoy escribiendo- no es fácil. Sé que no lo es.
Estas últimas semanas han sido las peores de mi vida. He llorado, me he arrodillado y he sentido un enorme peso en el pecho. Pero los días han sido cada vez mejores.
Si alguien se encuentra en esta situación lo que puedo aconsejarle es que llore lo que tenga que llorar, se arranque los pelos que se deba arrancar y toque el fondo para que, después, pueda llenarse de tanta energía que le permita renacer cual Ave Fénix.
El ser seropositivo requiere una enorme responsabilidad: la de cuidarse a uno y a los demás. Ya no puedo ser tan irresponsable como antes. El resto de la vida sigue tal y como es; nada, absolutamente nada, cambia. Es importante estar con las personas que uno quiere, con la gente que a uno le apoya, y valorar más la vida.
Pienso que la diferencia entre ser VIH+ y tener cáncer radica en que, en el primer caso, uno no puede pensar sólo en él, sino también en los demás. Esto significa una enorme responsabilidad, porque uno tampoco puede ignorar lo que tiene y contarse mentiras y decírselas al mundo.
Afrontar la cruda y triste realidad, por más que nos asuste, es hacerle frente y no temerla. Seguir adelante, aunque sé que no es fácil.
Os invito a que lo intentéis.