Siempre pensé que, al tener una familia, no le pasaría lo mismo que a mí cuando fui pequeña. Tuve mi primer hijo a los 18 años. Fui diagnosticada a los 30; creí que me moriría. En lo único que pensé fue en trabajar hasta que ya no pudiera.
No quería que mi familia sufriera por no tener dinero para mi sepelio. Trabajé duro durante tres largos años en los cuales me alejé de mis amigos y mi familia. No comenté nada a nadie. Mi dolor y sufrimiento fueron sólo míos. Por las noches, lloraba y por las mañanas me decía "Este es un día más". Me castigaba a mí misma en el espejo repitiéndome "Te vas a morir", mientras mis lágrimas caían por mis mejillas.
Hasta que decidí contárselo a mi hermana. Ella siempre había sido muy fuerte y valiente… hasta esa vez. Era como mi madre, lloraba mientras me decía por teléfono "Es mentira, eso no es verdad, no te puede pasar a ti". Yo me tragaba las lágrimas. Sufría en silencio, se me hacía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar. Apretaba los puños contra la pared haciéndome daño. Sufría por el dolor que yo causaba a quien me había dado tanto.
El tiempo pasó y me recuperé un poco. Decidí tomarme la medicación hasta que mi hijo estuviera conmigo (me había alejado de él). Después de dos años de tomar día a día mis pastillas salvavidas y con buena salud llegó un ser divino a mi vida al que hoy amo con toda mi alma. Dios me dio la oportunidad de amar y cambiar mi manera de pensar.
En la actualidad, disfruto más de la vida y lo hago en compañía de los dos seres que más amo. Bendito sea el ser que me dio la oportunidad de llegar a este mundo, mi madre.