Al recibir la noticia, me quedé congelado. Mi mente estaba perdida, solo escuchaba las voces del doctor y la enfermera, pero no lograba reaccionar a sus indicaciones. Solo sentí una mano en mi hombro y a la vez una voz que me decía: “Sígueme, ahora te explicaré cómo será tu rutina médica”. Al salir del consultorio, recuerdo que me quedé parado en la esquina de la calle y veía los automóviles y la gente pasar, cada uno en su mundo, con sus pensamientos, y yo ahí, intentando procesar todo y evitando el llanto.
Pero no pude, lloré ahí, en la esquina del consultorio. La gente me veía, pero no comprendía y nadie se atrevía a acercarse. Como pude, tomé aliento y caminé durante horas, sin un rumbo fijo. No daba crédito a que mi vida estaba cambiando y qué desde ese momento y hasta el último de mis días dependería de una pastilla. Ese día lloré desconsoladamente. Se lo dije a mi familia y a amigos muy cercanos, pero, al final, es una batalla que debo enfrentar solo.
El día 12 de junio me compré mi casa y el 14 de ese mes fue mi cumpleaños número 29. Ese día decidí comenzar un camino solo y lejos de mi familia, en mi nuevo hogar. Se lo conté a mi pareja de entonces y me dijo que me apoyaría como yo le apoyé durante 3 años. Pero poco a poco se fue alejando, hasta dejarme solo y comprendí que para mí sería difícil encontrar a alguien más, ya que los chicos que he conocido y con los que he tenido oportunidad de formalizar algo, simplemente se van al conocer mi situación.
Ha pasado poco más de un año y aún no sé qué voy a hacer. Ya me acoplé y acostumbré al tratamiento [antirretroviral]. Soy indetectable, pero internamente estoy roto, ya que no creo que vuelva a tener un gran amor o que alguien vuelva a enamorarse de mí, al parecer mi miedo es estar solo.