Sello ardiente sobre mi mano abierta,
vaga luz tras el temblor de las máscaras,
oscuro surco de mi soledad
que surte un agua que al terror devela
y troca del hipócrita sus alas
en tristes moscas sobre el arenal.
Beso de acíbar en las altas rosas,
torva fortuna que al rostro interroga
y al rostro quema al señalar el límite
en que los frutos del goce se angostan
al palpar lo intocable de las sombras,
frágil cavidad de diástole y sístole.
Un deseo me espera entre guadañas.
Rúbrica profunda de mi silencio,
aún veo por sobre las cenizas
que mis ojos limpias, y un agua extraña
lava la quietud sacra del espejo
en que me muestras piedras y semillas:
piedras de amabilidades estériles,
piedras que no creen sino en la tumba
y en la sordera en que tuercen sus risas;
semillas de los que no han sido débiles
y en su abrazo espantaron la penumbra,
frescor de miradas, dulces semillas
de los que me dieron sin pedir nada,
mieses brotando en mis manos ardientes
resolviendo esta grieta negra en vida;
te debo estas verdades escaldadas:
la faz del amigo entre las serpientes
y el sabio laurel que a la serpiente espanta;
esta lección te debo, ¡oh, duro día!,
estas lecciones, ¡oh, quemantes llagas,
oh, pesada torcedura, oh mi SIDA!